1854 Carta del Jefe Seattle
al presidente de los Estados Unidos
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Nota: El presidente de los Estados Unidos, Franklin
Pierce,envía en 1854 una oferta al jefe Seattle, de la tribu
Suwamish, para comprarle los territorios del noroeste de los Estados
Unidos que hoy forman el Estado de Wáshington. A cambio, promete
crear una "reservación" para el pueblo indígena.
El jefe Seattle responde en 1855.
Originalmente publicado en el periódico Seattle Sunday
Star, el 29 de octubre de 1887.El texto fue escrito por un Dr. Smith, quien
tomó notas a medida que el Jefe Seattle hablaba en el dialecto Suquamish de
Salish de Pudget Sound central (Lushootseed), y creó este texto en inglés de
dichas notas. Smith insistía que su versión “no contenía la gracia y elegancia
del original.” En la época de este discurso, era común la creencia entre los
blancos lo mismo que entre muchos amerindios, que los americanos nativos se
extinguirían.
Jefe Seattle:
He allí el cielo que ha llorado lágrimas de compasión
sobre mi pueblo durante incontables siglos y que, aunque nos pueda parecer
inmutable y eterno, puede cambiar. Hoy está despejado. Mañana puede estar
encapotado con nubes. Mis palabras son como las estrellas que nunca cambian.
Cualquier cosa que diga Seattle, el gran jefe en Washington puede confiar en
ello tanto como él pueda confiar en el regreso del sol o de las estaciones. El
jefe blanco dice que el Gran Jefe en Washington nos envía saludos de amistad y
buena voluntad. Esto es muy amable de su parte ya que sabemos que él necesita
poco de nuestra amistad. Son muchas sus gentes. Son como la hierba que cubre
vastas praderas. Mi gente es poca. Se asemejan a los pocos árboles que se
encuentran esparcidos en una pradera azotada por una tormenta. El gran, y
presumo – buen, Jefe Blanco dice que desea comprar nuestra tierra pero que, al
mismo tiempo, nos deja suficiente para que vivamos confortablemente.
Verdaderamente esto parece ser justo, y aún generoso, ya que el hombre Rojo
no tiene más derechos que él necesite respetar, y la oferta también parece
ser sabia ya que no necesitamos más un territorio extenso. Hubo un tiempo
en el que nuestra gente cubría la tierra como las olas en un mar encrespado por
el viento cubren el fondo cubierto de conchas, pero ese tiempo hace mucho que
desapareció junto con la grandeza de las tribus que ahora son apenas un
recuerdo doloroso. No trataré el tema, ni lloraré sobre eso, de nuestra
desaparición a tiempo, ni voy a reprochar mis hermanos cara pálida con haberla
acelerado, porque también nosotros somos en algo responsables de ella. La
juventud es impulsiva. Cuando nuestros jóvenes se enojan con alguna injusticia
real o imaginaria, y se desfiguran sus caras con pintura negra, denotan que sus
corazones son negros, y que con frecuencia son crueles e implacables, y nuestros
viejos y viejas son incapaces de moderarlos. Así siempre ha sido. Así fue
cuando el hombre blanco empezó a empujar a nuestros antepasados hacia el oeste.
Pero esperemos que nunca regresen las hostilidades entre nosotros. Tendríamos
todo que perder y nada que ganar. Los jóvenes consideran como
ganancia a la venganza, aún al costo de sus propias vidas, pero los
hombres viejos que permanecen en casa en momentos de guerra, y las
madres que tienen hijos que perder, saben que no es así. Nuestro buen
padre en Washington—ya que presumo que ahora es nuestro padre al igual que
suyo, ya que el Rey George ha movido sus fronteras más hacia el norte—nuestro
gran y buen padre, digo, nos envía el mensaje de que si hacemos lo que él
desea, él nos protejerá. Sus bravos guerreros serán para nosotros como una
erizada pared de fortaleza, y sus maravillosos barcos de guerra
llenarán nuestros puertos, para que nuestros antiguos enemigos más al
norte—los Haidas y Tsimshians, cesen de asustar a nuestras mujeres, niños, y
viejos. Realmente él será nuestro padre y nosotros sus hijos. Pero, ¿puede eso
suceder alguna vez? ¡Su Dios no es nuestro Dios! ¡Su Dios ama a su gente y odia
a la mía! Él pliega amorosamente sus fuertes brazos protectores alrededor del
cara pálida y lo conduce por la mano como un padre conduce a un hijo infante.
Pero, el ha desamparado a sus hijos Rojos, si realmente son suyos. Nuestro
Dios, el Gran Espíritu, parece que también nos ha abandonado. Su Dios hace que
su gente se haga más fuerte cada día. Pronto ellos llenarán todas las tierras.Nuestra gente está menguando como una marea que retrocede rápidamente y que nunca
regresará. El Dios del hombre blanco no puede amar a nuestra gente o el los
hubiera protegido. Ellos parecen huérfanos que no tienen dónde buscar ayuda.
¿Cómo, entonces, podemos ser hermanos? ¿Cómo puede su Dios llegar a ser
nuestro Dios y renovar nuestra prosperidad y despertar en nosotros sueños de
una grandeza que regresa? Si tenemos un Padre Celestial común, el debe estar
parcializado, porque el vino hacia sus hijos cara pálida. Nosotros nunca
lo vimos. Él les dió leyes pero no tuvo palabras para sus niños Rojos cuyas
prolíficas multitudes una vez llenaban este vasto continente como las estrellas
llenan el firmamento. No; somos dos razas diferentes con orígenes diferentes y
destinos separados. Hay muy poco en común entre nosotros. Para nosotros, las
cenizas de nuestros antepasados son sagradas y su lugar de reposo es terreno
reverenciado. Ustedes se alejan de las tumbas de sus antepasados y
aparentemente sin pena. Su religión fue escrita sobre lápidas de piedra por el
dedo de hierro de su Dios para que así ustedes no pudieran olvidar. El hombre
Rojo nunca podría comprender o recordarlo. Nuestra religión es las tradiciones
de nuestros antepasados – los sueños de nuestros hombres viejos, dados en las
horas solemnes de la noche por el Gran Espíritu; y las visiones de nuestros
jefes, están escritas en los corazones
de nuestra gente. Sus muertos dejan de amarlos y la tierra natal tan
pronto como pasan los portales de la tumba, y vagan más allá de las estrellas.
Ellos pronto son olvidados y nunca regresan. Nuestros muertos nunca olvidan
este hermoso mundo que les dió vida. Ellos todavía aman a sus verdes valles,
sus rumorosos ríos, sus magníficas montañas, sus apartadas cañadas y lagos y
bahías bordeados de verde, y siempre suspiran con un tierno
y cariñoso afecto por los seres vivos de corazones solitarios,
y con frecuencia regresan del feliz coto de caza para
visitarlos, guiarlos, consolarlos, y confortarlos. Día y noche no pueden
convivir. El hombre Rojo siempre ha rehuido los acercamientos del hombre blanco,
como la neblina matutina huye antes que aparezca el sol de la mañana. Sin
embargo, su proposición parece justa y creo que mi gente la aceptará y se
retirará a la reservación que usted le ofrece. Entonces, viviremos separados en
paz, ya que las palabras del Gran Jefe Blanco parecen ser las palabras de la
naturaleza que habla a mi gente desde la densa oscuridad. Importa poco donde
pasemos el resto de nuestro días. No serán muchos. La noche del indio promete
ser oscura. Ni siquiera una simple estrella revolotea en su horizonte. Vientos
de voz triste se lamentan en la distancia. Un triste destino parece estar en el
camino del hombre Rojo, y donde quiera escuchará los pasos que se aproximan de
su cruel destructor y se prepara impasiblemente a enfrentar
su destino, como hace el antílope herido que escucha los próximos
pasos del cazador. Una pocas lunas más, unos pocos inviernos más, y ninguno de
los descendientes de los poderosos espíritus que alguna vez se movían por esta
amplia tierra o vivían en hogares felices, protegidos por el Gran Espíritu,
permanecerán para llorar sobre las tumbas de un pueblo que una vez fue más
poderoso y con más esperanzas que el suyo. Pero, ¿por qué debo llorar sobre el
destino a tiempo de mi pueblo? Tribus siguen a tribus,
y naciones siguen naciones, como las olas del mar. Es el órden de la
naturaleza, y lamentarse es inútil. Su momento de decadencia puede
estar distante, pero seguramente llegará, porque aún el hombre blanco cuyo
Dios caminó y habló con él como amigo a otro, no puede estar exonerado del
destino común. Puede que seamos hermanos, después de todo. Veremos, estudiaremos
su proposición y cuando hayamos decidido, se lo haremos saber. Pero, si la
aceptamos, yo aquí y ahora pongo esta condición, que no se nos niegue el
privilegio, sin molestarnos, de visitar en cualquier momento las tumbas de nuestros
ancestros, amigos, e hijos. Cada parte de este suelo es sagrada en la
consideración de mi pueblo. Cada ladera, cada valle, cada pradera y huerto, ha
sido consagrado por algún triste o feliz evento en días hace tiempo
desaparecidos. Aún las rocas, que parecen ser mudas
y muertas ya que se tuestan en sol a lo largo
de la costa silenciosa, llenas con memorias de eventos
excitantes conectados con las vidas de mi gente, y el mismo polvo sobre el cual
ustedes se encuentran responde con más amor a sus pisadas que a
las suyas, debido a que ha sido enriquecido por la sangre
de nuestros antepasados, y nuestros pies desnudos son conscientes del toque
simpatético. Nuestros difuntos, bravos, amadas madres, alegres y felices
doncellas, y aún los niños que vivieron aquí y se regocijaron aquí
por una breve estación, amarán estas soledades sombrías
y, durante la caída de la tarde, ellos recibirán a los tenebrosos espíritus que
regresan, y cuando el último hombre Rojo haya perecido, y la memoria de mi
tribu se haya convertido en un mito entre el hombre blanco, estas playas
estarán repletas de los muertos invisibles de mi tribu, y cuando los hijos de
sus hijos se crean solos en el campo, la tienda, el taller, en la carretera, o
en el silencio de los bosques sin senderos, ellos no estarán solos. En toda la
tierra no hay lugar dedicado a la soledad. En la noche, cuando las calles de sus
ciudades y pueblos están silenciosas y ustedes creen que están desiertas, ellas
estarán atestadas con los huéspedes que regresan y que una vez las llenaban y
que todavía aman esta hermosa tierra. El hombre blanco nunca estará solo. Que
él sea justo y trate amablemente a mi gente, porque los muertos no son
impotentes. ¿Muertos, dije? No hay muerte, solamente un cambio de mundos.
FIN
Versión de Ted Perry, libretista de televisión en 1970
El Gran Jefe Blanco de Wáshington ha ordenado hacernos
saber que nos quiere comprar las tierras. El Gran Jefe Blanco nos ha
enviado también palabras de amistad y de buena voluntad. Mucho apreciamos esta
gentileza, porque sabemos que poca falta le hace nuestra amistad. Vamos a
considerar su oferta pues sabemos que, de no hacerlo, el hombre blanco
podrá venir con sus armas de fuego a tomar nuestras tierras. El
Gran Jefe Blanco de Wáshington podrá confiar en la palabra del jefe
Seattle con la misma certeza que espera el retorno de las estaciones. Como las
estrellas inmutables son mis palabras. ¿Cómo se puede comprar o vender el cielo
o el calor de la tierra? Esa es para nosotros una idea extraña. Si nadie puede
poseer la frescura del viento ni el fulgor del agua, ¿cómo es posible que usted
se proponga comprarlos? Cada pedazo de esta tierra es sagrado para mi pueblo.
Cada rama brillante de un pino, cada puñado de arena de las playas, la penumbra
de la densa selva, cada rayo de luz y el zumbar de los insectos son sagrados en
la memoria y vida de mi pueblo. La savia que recorre el cuerpo de los árboles
lleva consigo la historia del piel roja. Los muertos del hombre blanco olvidan
su tierra de origen cuando van a caminar entre las estrellas.
Nuestros muertos jamás se olvidan de esta bella tierra,
pues ella es la madre del hombre piel roja.
Somos parte de la tierra y ella es parte de nosotros. Las
flores perfumadas son nuestras hermanas; el ciervo, el caballo, el gran águila,
son nuestros hermanos. Los picos rocosos, los surcos húmedos de las campiñas,
el calor del cuerpo del potro y el hombre, todos pertenecen a la misma familia.
Por esto, cuando el Gran Jefe Blanco en Wáshington manda decir que desea
comprar nuestra tierra, pide mucho de nosotros. El Gran Jefe Blanco dice que
nos reservará un lugar donde podamos vivir satisfechos. Él será nuestro padre y
nosotros seremos sus hijos. Por lo tanto, nosotros vamos a considerar su oferta
de comprar nuestra tierra. Pero eso no será fácil. Esta tierra es sagrada para
nosotros. Esta agua brillante que se escurre por los riachuelos y corre por los
ríos no es apenas agua, sino la sangre de nuestros antepasados. Si les vendemos
la tierra, ustedes deberán recordar que ella es sagrada, y deberán enseñar a
sus niños que ella es sagrada y que cada reflejo sobre las aguas limpias de los
lagos hablan de acontecimientos y recuerdos de la vida de mi pueblo. El
murmullo de los ríos es la voz de mis antepasados. Los ríos son nuestros
hermanos, sacian nuestra sed. Los ríos cargan nuestras canoas y alimentan a
nuestros niños. Si les vendemos nuestras tierras, ustedes deben recordar y
enseñar a sus hijos que los ríos son nuestros hermanos, y los suyos también.
Por lo tanto, ustedes deberán dar a los ríos la bondad que le dedicarían a
cualquier hermano. Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestras
costumbres. Para él una porción de tierra tiene el mismo significado que
cualquier otra, pues es un forastero que llega en la noche y extrae de la
tierra aquello que necesita. La tierra no es su hermana sino su
enemiga, y cuando ya la conquistó, prosigue su camino. Deja atrás
las tumbas de sus antepasados y no se preocupa. Roba de la tierra aquello
que sería de sus hijos y no le importa. La sepultura de su padre y los derechos
de sus hijos son olvidados. Trata a su madre, a la tierra, a su hermano y al
cielo como cosas que puedan ser compradas, saqueadas, vendidas como carneros o
adornos coloridos. Su apetito devorará la tierra, dejando atrás solamente un
desierto. Yo no entiendo, nuestras costumbres son diferentes de las suyas. Tal
vez sea porque soy un salvaje y no comprendo. No hay un lugar quieto en las
ciudades del hombre blanco. Ningún lugar donde se pueda oír el florecer de las
hojas en la primavera o el batir las alas de un insecto. Más tal vez sea porque
soy un hombre salvaje y no comprendo. El ruido parece solamente insultar los
oídos. ¿Qué resta de la vida si un hombre no puede oír el llorar solitario de
un ave o el croar nocturno de las ranas alrededor de un lago? Yo
soy un hombre piel roja y no comprendo. El indio prefiere el suave
murmullo del viento encrespando la superficie del lago, y el propio viento,
limpio por una lluvia diurna, o perfumado por los pinos.
El aire es de mucho valor para el hombre piel roja, pues
todas las cosas comparten el mismo aire, el animal, el árbol, el hombre, todos
comparten el mismo soplo. Parece que el hombre blanco no siente el aire que
respira. Como una persona agonizante, es insensible al mal olor. Pero si vendemos
nuestra tierra al hombre blanco, él debe recordar que el aire es valioso para
nosotros, que el aire comparte su espíritu con la vida que mantiene. El viento
que dio a nuestros abuelos su primer respiro, también recibió su último
suspiro. Si les vendemos nuestra tierra, ustedes deben mantenerla intacta y
sagrada, como un lugar donde hasta el mismo hombre blanco pueda saborear el
viento azucarado por las flores de los prados. Por lo tanto, vamos a meditar
sobre la oferta de comprar nuestra tierra. Si decidimos aceptar, impondré una
condición: el hombre blanco debe tratar a los animales de esta tierra como a
sus hermanos. Soy un hombre salvaje y no comprendo ninguna otra forma de
actuar. Vi un millar de búfalos pudriéndose en la planicie, abandonados por el
hombre blanco que los abatió desde un tren al pasar. Yo soy un hombre salvaje y
no comprendo cómo es que el caballo humeante de hierro puede ser más importante
que el búfalo, que nosotros sacrificamos solamente para sobrevivir. ¿Qué es el
hombre sin los animales? Si todos los animales se fuesen, el hombre moriría de
una gran soledad de espíritu, pues lo que ocurra con los animales en breve
ocurrirá a los hombres. Hay una unión en todo. Ustedes deben enseñar a sus
niños que el suelo bajo sus pies es la ceniza de sus abuelos. Para que respeten
la tierra, digan a sus hijos que ella fue enriquecida con las vidas de nuestro
pueblo. Enseñen a sus niños lo que enseñamos a los nuestros, que la tierra es
nuestra madre. Todo lo que le ocurra a la tierra, les ocurrirá a los hijos
de la tierra
Si los hombres escupen en el suelo, están escupiendo en
sí mismos. Esto es lo que sabemos: la tierra no pertenece al hombre; es el
hombre el que pertenece a la tierra. Esto es lo que sabemos: todas las cosas
están relacionadas como la sangre que une una familia. Hay una unión en todo. Lo
que ocurra con la tierra recaerá sobre los hijos de la tierra. El hombre no
tejió el tejido de la vida; él es simplemente uno de sus hilos. Todo lo que
hiciere al tejido, lo hará a sí mismo. Incluso el hombre blanco, cuyo Dios
camina y habla como él, de amigo a amigo, no puede estar exento del destino común.
Es posible que seamos hermanos, a pesar de todo. Veremos. De una cosa estamos
seguros que el hombre blanco llegará a descubrir algún día: nuestro Dios es el
mismo Dios. Ustedes podrán pensar que lo poseen, como desean poseer nuestra
tierra; pero no es posible, Él es el Dios del hombre, y su compasión es igual
para el hombre piel roja como para el hombre piel blanca. La tierra es
preciosa, y despreciarla es despreciar a su creador. Los blancos también
pasarán; tal vez más rápido que todas las otras tribus. Contaminen sus camas y
una noche serán sofocados por sus propios desechos. Cuando nos despojen de esta
tierra, ustedes brillarán intensamente iluminados por la fuerza del Dios que
los trajo a estas tierras y por alguna razón especial les dio el dominio sobre
la tierra y sobre el hombre piel roja. Este destino es un misterio para
nosotros, pues no comprendemos el que los búfalos sean exterminados, los
caballos bravíos sean todos domados, los rincones secretos del bosque denso
sean impregnados del olor de muchos hombres y la visión de las montañas
obstruida por hilos de hablar. ¿Qué ha sucedido con el bosque espeso?
Desapareció. ¿Qué ha sucedido con el águila? Desapareció. La vida ha terminado.
Ahora empieza la supervivencia.
FIN
JEFE SEATTLE-Biografía 1786-1866
Su padre, Schweabe, fue un noble Suquamish de Agate Pass
y su madre, Sholitza, era Duwamish delower Green River. Según varias
investigaciones Seattle habría nacido en 1786 en Blake Island,
una pequeña isla al sur de Brainbridge Island, durante las terribles epidemias,
legadas por los pioneros blancos, que diezmaban la población indígena. Murió en
la reservación de Fort Madison en Junio de1866Cuando tenía 20 - 25 años Seattle
es nombrado jefe de seis tribus, cargo en el que fue reconocido hasta su
muerte. Después de la muerte de uno de sus hijos (de sus segundas nupcias, su
primera mujer murió al nacer su hija Angeline), fue bautizado por la iglesia
católica, probablemente por padres oblatos (en los registros aparece inscrito
como Noé Seattle). Sus otros hijos fueron también bautizados. Seattle es el
portavoz durante las negociaciones (iniciadas en 1854) y firmante con otros
jefes indios, del tratado de paz de Point Elliott- Mukilteo (1855) que cedía
2.5 millones de acres de tierra al gobierno de los Estados Unidos y delimitaba
el territorio de una reserva para los Suquamish.
SeattleShilshole BaySeattleBallast IslandAngeline
El Jefe Seattle nació en 1786, murió en 1866 a los 80
años de edad, un año después de que la ciudad que lleva su nombre aprobara una
ley por la cual se declaraba ilegal que los indios viviesen en élla. Fue un
gran orador y un hábil diplomático. El Jefe Seattle de la tribu de los
Duwamish había sido amistoso con los blancos. Pero la
gran afluencia de colonos provocada por la fiebre del oro de 1849 reclamó su
territorio. En 1854, al aceptar la firma del tratado de Port Elliot, por la que
la tribu cedía su territorio en la región del Golfo Puget y aceptaba
el confinamiento en una reserva, el Jefe Seattle pronunció el
siguiente discurso ante Isaac Stephens, gobernador del Territorio de
Washington. En acotación de Henry A. Smith que figura entre paréntesis en el
texto del discurso tal como figura en la crónica del " Sunday Starr Seattle
" interpolada en este lugar se dice: "... hasta época reciente ellos
creían (los indios) que Washington estaba aún vivo. Este nombre que era el de
un presidente lo confundían con el de la ciudad cuando oían decir Presidente de
Washington. También pensaban que el rey Jorge seguía siendo rey de Inglaterra,
porque los comerciantes de la Bahía de Hudson, se denominaban a sí mismos
hombres del rey Jorge. Estos ingenuos equívocos eran sutiles para los indios y
suficientes para explicar la idea que tenían de éstas referencias. Algo que por
supuesto los blancos conocíamos mucho mejor. Este documento se publicó, por
primera vez, en 1887 luego de haber transcurrido 32 años del pronunciamiento
del discurso. La traducción de Henry Smith está considerada la más fiel a las
palabras dichas por su autor. El viejo jefe Seattle era el indio más alto que
jamás haya visto, y sin duda el de aspecto más noble. Se alzaba casi seis pies
sobre sus mocasines, y era ancho de espaldas, de pecho profundo y perfectamente
proporcionado. Sus ojos eran grandes, inteligentes, expresivos y amistosos
cuando estaban en reposo y expresaban auténticamente los distintos sentimientos
de la gran alma que miraba a través de éllos. Era generalmente solemne,
silencioso y digno, pero en las grandes ocasiones, se movía entre las
multitudes como un titán entre los liliputienses, y su palabra era ley. Cuando
se levantaba a hablar en el Consejo, o exponía su parecer, todas las miradas se
volvían a él, y frases elocuentes, profundas y sonoras salían de sus labios
como incesantes cataratas de truenos, que fluyeran de fuentes infinitas. Su
apariencia magnífica era tan noble, como la del caudillo militar más
civilizado, al frente de las fuerzas de todo un continente. Ni su elocuencia,
ni su dignidad, ni su gracia, eran adquiridas, sino por el contrario, innatas a
su hombría, como las flores y las hojas a los almendros florecidos. Su
influencia era maravillosa. Podría haber sido emperador, pero
sus actos eran democráticos y gobernaba a sus
leales súbditos, gentilmente y con afectuosa benignidad.
Era siempre afable y atento con los hombres blancos y
nunca tanto, como cuando sentado a la mesa, expresaba más que nunca su
comportamiento de caballero. Era un hombre alto, imponente. De fuerte personalidad,
era capaz de enardecer a sus seguidores y llegar al fondo
de sus cabezas con hábiles discursos. Entendió el alcance de
la invasión, y procuró, sin conseguirlo, que las nuevas
tecnologías revirtieran en favor de su pueblo: favoreció la instalación de
médicos e industriales en sus tierras, mantuvo una obligada puerta al diálogo
con los recién llegados. Cuando el gobernador Stevens llegó por primera vez a
Seattle, y dijo a los nativos que había sido designado comisionado de Asuntos
Indios en el Territorio de Washington, fue objeto de una gran recepción, frente
a la oficina del doctor Maynard, en la calle Mayor, junto al barrio portuario. La
bahía estaba poblada de canoas y la costa bordeada por una masa humana
inclinada, amontonada y polvorienta, hasta que la trompeta del viejo jefe
Seattle, lanzó sobre la multitud su potente sonido, como la aurora diana del
tambor bajo, el silencio se hizo inmediatamente y completo, como el que
sigue al trueno en un cielo claro. El gobernador fue presentado por el doctor
Maynard a la multitud nativa e inmediatamente comenzó a explicar su misión, que
al ser conocida no exigía mayores detalles, en lenguaje directo, claro y
familiar. Cuando se sentó, se levantó el jefe Seattle con toda la dignidad de
un senador que lleva sobre sus hombros la responsabilidad de un gran pueblo.
Poniendo una mano sobre la cabeza del gobernador y señalando con el índice de
la otra lentamente el cielo, comenzó el memorable discurso de forma solemne e
impresionante.
La dramática sentencia del gran jefe indio: "Termina
la vida y empieza la supervivencia", resultó profética y alcanzó incluso a
su propia hija. Alrededor del año 1890, en la propia ciudad de Seattle, el
fotógrafo norteamericano Edward S. Curtis, cuya meta personal era retratar a
"la raza en extinción" en el ocaso de su gloria, obtuvo la primera
fotografía de una larga serie que más tarde alcanzaría la fama. La modelo fue
casualmente la princesa Angelina, hija del jefe Seattle, en cuyo honor se le
dio nombre a la ciudad. Consumida por el paso de los años y por la miseria,
ella aceptó humildemente el dólar que Curtis le ofreció por posar para la
fotografía. Si no atendemos al mensaje del jefe Seattle, la humanidad entera se
convertirá en una doliente princesa que, como la legendaria Angelina, pose
humildemente ante la lente del futuro...sin la esperanza de sobrevivir.
Fuente: detrasdeloaparente.blogspot.com.ar
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