LA EDAD DE LOS ESCLAVOS
Lo peor que le puede suceder a un
prisionero es que acabe sintiendo los muros de su celda como su hogar.
Cuando
un ser humano llega a este estado, ya no sabe ser libre; es el máximo nivel de
esclavitud al que se puede llegar.
Y parece que todos hemos llegado ya a
ese punto.
Todos
vemos las cadenas que nos aprisionan como algo natural y cotidiano; forman
parte integral de nuestra vida de tal manera, que ya creemos que son una
extensión de nuestros propios cuerpos y de nuestras propias mentes.
Una
de esas cadenas que tanto nos inmoviliza, es la concepción que tenemos sobre
nuestra EDAD y las obligaciones que conlleva.
Cuando
venimos a este mundo, se extiende ante nosotros un terreno fértil e
inexplorado, sin barreras ni muros de ningún tipo. Se trata de nuestro tiempo
de vida, un mapa en blanco que debemos dibujar a medida que lo recorremos.
Pero
la sociedad jamás nos permite que lo exploremos libremente, como el territorio
virgen que es.
Desde
muy temprana edad, el Sistema inocula en nuestro cerebro fronteras imaginarias,
lineas divisorias y caminos de obligado recorrido, que acaban configurando la
única forma de explorar nuestro tiempo vital.
Así
es como ese territorio virgen queda dividido en regiones ficticias formadas por
las diferentes edades de nuestra vida: la adolescencia, la juventud, la
madurez, la vejez, cada una de las cuales debemos vivir obligatoriamente de
determinada manera si queremos ser aceptados por los demás e integrarnos en los
mecanismos sociales.
LA
EDAD: HERRAMIENTA DE CONTROL SOCIAL
La
edad se ha convertido en una de las herramientas más eficientes creadas por el
Sistema para controlar nuestras existencias.
Su
función es sincronizar nuestros pasos con los de los demás esclavos, hasta
igualarnos a todos y convertir nuestras vidas en estructuras temporales
clonadas perfectamente predecibles, como si todos formáramos parte de un mismo
mecanismo de relojería.
La
sociedad utiliza nuestra edad para dictar los hitos que debemos conseguir según
sus reglas de programación. Son como muescas en una tarjeta perforada, que
sirven para programar todos nuestros actos futuros, como simples autómatas.
Conseguir
o no esos hitos dentro del plazo prefijado por el Sistema, nos clasifica como
aptos o ineptos, como triunfadores o como perdedores.
Así,
nuestras vidas se convierten en una carrera continua a contrarreloj en la que
debemos ir cruzando las metas volantes antes de que se acabe el tiempo que el
sistema estipula para ello: mantener la primera relación sexual, sacarse los
estudios, entrar en la universidad, obtener el primer trabajo, sacarse el
carnet de conducir, comprar el primer coche, marcharse de casa, ganar dinero,
casarse o vivir en pareja, tener un hijo…
Llegar
tarde a esas metas o directamente saltárselas, nos conduce a ser clasificados
de determinada manera por los demás, incluso como fracasados o inadaptados.
Y lo
más curioso es que todos lo aceptamos como si fuera la única realidad posible.
Nos
han hecho creer a todos que la vida solo puede vivirse de esta manera,
siguiendo este plan prefijado, como si fuera algo natural e inevitable, como la
ley de la gravedad o las leyes de la física.
Nadie
se da cuenta de que todos los hitos relacionados con la edad que nos impone el
Sistema son elementos externos arbitrarios cuya existencia y valor dependen
única y exclusivamente de convenciones sociales o de nuestra aceptación y
acatamiento.
No
hay ninguna fuerza real en el universo que determine que a los 40 años no
podamos jugar con los clicks de Playmobil, que a los 60 no podamos hacer el
payaso o que a los 15 no nos atraigan más las discusiones filosóficas que ir a
bailar a una discoteca.
La Sociedad ha llenado nuestra mente de
muros relacionados con la edad, traducidos en expresiones del tipo “esto aún
no lo puedes hacer”,“eres demasiado mayor para
comportarte así” o “debería darte vergüenza
hacer estas cosas a tu edad”
Multitud
de barreras psicológicas que el sistema levanta en nuestras vidas, hasta
convertir una fértil y amplia pradera en un laberinto de paredes de ladrillo:
la barrera de la infancia, de la adolescencia, la barrera psicológica de los
30, de los 40, de la jubilación…
Pero
son solo muros ficticios, como esas líneas imaginarias que llamamos fronteras,
que dividen la tierra en países que no existen en el espacio natural; o los
calendarios, que dividen imaginariamente nuestro tiempo en paquetes de 7 días a
los cuales hemos llamado “semanas”.
En
realidad, tener tal o cual edad no tiene por qué determinar ni nuestra actitud,
ni nuestros anhelos, ni nuestros sueños, ni nuestros actos.
Los
únicos condicionantes reales relacionados con nuestro tiempo de vida, los
determinan nuestra capacidad física, nuestro desarrollo psicológico, nuestros
conocimientos, nuestra energía vital, nuestra ilusión por soñar y luchar y ante
todo, nuestra voluntad como individuos.
Elementos
todos ellos que son diferentes para cada persona, dependiendo de sus
características y de sus circunstancias personales.
MADUROS
Y RESPONSABLES: LA GRAN MENTIRA
Una
de las grandes mentiras de nuestra vida es la de “hacerse mayor”. Aquello que
pomposamente llamamos “madurar” y que aplicamos a las personas que están
“plenamente desarrolladas”.
Pero,
¿Qué es una persona madura?
¿Aquella
que no escucha su propia voz y sumisamente obedece los dictados establecidos
por los demás?
¿Aquel
que se somete sin rechistar al destino que le escribe el Sistema, aunque lo
haga con renglones torcidos y letra ilegible?
¿Aquel
que cree que el tiempo y el calendario son una misma cosa y se ha rendido a su
implacable dictadura?
¿Aquel
que no se atreve a jugar, o a saltar y bailar como un niño cuando le viene en
gana, pero que espera ansioso que lleguen las fechas programadas del Carnaval
para que él y otros borregos como él puedan hacer el imbécil con el debido
permiso de la sociedad y nadie les mire mal por ello?
¿Eso
es ser maduro?
¿Y
ser responsable?
Se
supone que es responsable aquél “que pone cuidado y atención en lo que hace o
decide”. Es decir, aquel que asume las consecuencias sobre sus propios actos.
Pero
estas definiciones son un completo engaño. Porque lo cierto es que si tus actos
o decisiones no obedecen a las reglas previstas, jamás serás considerado
alguien “maduro” y “responsable”
Si
en un acto de madurez y responsabilidad, asumiendo las consecuencias de tus
decisiones, decides dejarlo todo y irte a vagar desnudo por bosques y llanuras
bajo la luz del sol y de la luna, por mucho que hayas tomado esa decisión a
conciencia y de forma meditada, por mucho que hayas valorado los peligros que
conlleva y hayas aceptado las posibles consecuencias, y por muy desarrollado
que estés a nivel psicológico, la sociedad no te tratará como a una persona
madura y responsable, sino como a un demente o un desequilibrado.
Sin
embargo, un hombre que despilfarra todo el tiempo de su vida pagando la
hipoteca de un apartamento y cuyo único sueño es comprar productos clónicos
fabricados en serie hasta el día de su muerte, es considerado una persona
“equilibrada”, “responsable” y “madura”. Aunque tenga tan bajo nivel de
conciencia que ni tan solo llegue a preguntarse por qué razón emplea todo su
tiempo en hacer eso, qué sentido tiene hacerlo, ni qué consecuencias tiene para
el resto de la humanidad que siga haciéndolo.
Así
pues, los conceptos de madurez y responsabilidad en la sociedad nada tienen que
ver con la toma de conciencia individual, ni con la asunción de las
consecuencias de tus actos.
En realidad significan Obediencia.
Para
el Sistema, una persona madura y responsable es una persona que acepta
obedecer, como un caballo salvaje que ha sido domado y que sumisamente se
somete a su jinete, bajando la cabeza…
UNA
VIDA MOLDEADA
Es
así de triste.
Desde
que vemos la primera luz, hay un molde esperando para configurar la forma que
tomará nuestro futuro, a través de objetivos de forzoso cumplimiento, ordenados
cronológicamente.
Es
como si al nacer nos presentaran un examen con todas las preguntas que deberemos
responder, obligatoriamente y por orden estricto, bajo la amenaza permanente de
ser castigados si al responder cada una de ellas nos equivocamos o si nos
atrevemos a escribir lo que nos viene en gana y no lo que se supone que debemos
decir para ser aprobados.
¿Y
cuál es la recompensa que nos espera por realizar este examen social?
Si
seguimos las instrucciones sin rechistar y vamos respondiendo a las preguntas
en el orden establecido y sin escribir fuera de los márgenes, la sociedad nos
dará un golpecito en la espalda y con tono condescendiente nos dirá que “hemos
llevado una vida provechosa”.
Ese
es el gran premio.
Sin
embargo, todo aquel que ose responder a las preguntas según el orden que le
plazca o se dedique a hacer dibujitos en los márgenes del examen, será
etiquetado como fracasado o irresponsable.
Y
aquel que se atreva a alzar la voz con demandas impertinentes, se niegue a
responder a las preguntas o se levante del pupitre para hacer lo que le venga
en gana, será considerado un excéntrico, un inadaptado o directamente, un loco.
El
Sistema no se conforma con reducir el valor de la vida del individuo,
arrebatarle su soberanía, reducir al mínimo el significado de su tiempo y
ensuciar el concepto de individualidad de forma sibilina convirtiéndolo en
sinónimo de “discordancia inarmónica”.
El
objetivo final de este examen social, hábilmente tejido sobre la dictadura de
la edad, es el de someternos a juicio como individuos y clasificarnos como
“triunfadores” o “fracasados”, “adaptados” o “inadaptados”, dependiendo de
nuestro nivel de sumisión a los mecanismos del Sistema.
Y lo
que es peor: se trata de un juicio en el que, inadvertidamente, nosotros mismos
ejercemos de jueces y acusados a la vez.
EL
AUTOCASTIGO DE LA CULPA
Una
de las grandes herramientas del Sistema para conducirnos con el resto del
rebaño, es hacernos sentir culpables ante nosotros mismos.
Si
alguien se atreve a saltarse la programación temporal relacionada con su edad,
será calificado por los demás como inadaptado o perdedor y esa presión
insoportable del entorno se traducirá en su mente en un sentimiento de culpa
ante su presunto fracaso.
En
ese momento, se convertirá en juez de sí mismo; un juez que intentará aplicar
las leyes del Sistema con toda la severidad, aunque ello implique hundirse en
el fango de la baja autoestima.
Conseguir
escapar de ese juicio, que irremisiblemente se traduce en un sentimiento de
culpa ante el presunto fracaso social, es una tarea titánica, solo al alcance
de personas psicológicamente muy fuertes.
La
única forma de acabar con ese sentimiento de culpa y de fracaso, es levantarse
enmedio del juicio y no reconocer al juez; y no reconocer al juez, esa voz
castigadora que se autoflagela por no haber cumplido con el programa
establecido, es algo que solo puede conseguirse si esa persona se niega a
reconocer las leyes del Sistema con las que se está juzgando a sí mismo.
Algo
que implica, no solo enfrentarse con esa parte de sí mismo que está aceptando
como reales las reglas del Sistema, sino enfrentarse cara a cara con el Sistema
al completo, incluidas todas aquellas personas que le rodean y que le
consideran un inadaptado.
Conseguir
eso, es un acto de conciencia, valentía y fortaleza extremas, que muchas veces
conduce a la soledad más absoluta.
Un
precio muy alto que no todo el mundo está capacitado para soportar.
EL
JUEZ SUPREMO
Y es
que aquí, la pregunta clave es: ¿quién debe decidir el éxito o el fracaso sobre
la propia vida?
¿Quién
debe ser el juez supremo sobre la propia existencia?
¿La
sociedad, con esas reglas externas que solo viven en la mente de los demás?
¿Tiene
algún sentido someter toda tu vida a normas abstractas cuya única fuerza viene
determinada por el propio sometimiento voluntario a ellas?
Hacerlo
es sencillamente absurdo, por más que lo haga todo el mundo.
Porque
lo cierto es que cuando venimos a este mundo llegamos sin ninguna de esas
normas y reglas instaladas en nuestra mente.
Nuestra
psique está libre de esos muros ficticios y nuestro tiempo de vida es un
terreno despejado que se extiende ante nosotros para que lo exploremos como más
nos plazca.
Porque
es nuestro patrimonio. Nuestro gran tesoro, personal e intransferible. Nuestra
única propiedad real.
Como
también lo son todas nuestras decisiones a lo largo de la vida, fruto de la
voluntad individual, que es la única autoridad real con derecho a determinar
cómo usamos ese tiempo.
Entonces,
si nuestro tiempo de vida y nuestras decisiones son la única propiedad real que
tenemos y nuestra voluntad es la única autoridad con derecho sobre ellas, ¿por
que acabamos sometidos a un conjunto de reglas abstractas y a las opiniones de
los demás?
¿Cómo
podemos calificar a una renuncia de este calado, a una derrota voluntaria de
tal magnitud?
Nadie
nos lo dirá jamás y mucho menos la sociedad…pero esa renuncia al propio poder
es la mayor pérdida que podemos tener en la vida.
Eso es, realmente, fracasar en la vida.
Así
pues, rompamos ese molde inmovilizante que nos aplicaron nada más nacer;
olvidemos nuestra edad y lo que se supone que debe implicar en nuestra toma de
decisiones o en nuestra actitud ante las cosas.
La
edad solo es un número, un dígito abstracto y vacío, que no puede determinar ni
lo que somos, ni lo que deseamos hacer, ni lo que queremos o podemos llegar a
ser.
Solo
nuestra voluntad y el vigor de nuestros cuerpos pueden hacerlo.
¿De verdad quieres triunfar en la vida?
Pues
recupera el poder que por naturaleza te corresponde…
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