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Algunos
discípulos pasan la vida preguntándome dónde está la verdad -dijo un maestro-.
Así que un día decidí señalar en una dirección cualquiera, intentando demostrar
que lo importante es recorrer un camino, y no quedarse pensando en él.
Pero en lugar de
mirar en la dirección que le señalaba, el hombre que me había hecho la pregunta
comenzó a examinarme el dedo, tratando de descubrir dónde estaba escondida la
verdad.
Cuando la gente
busca un maestro, debería estar buscando experiencias propias que puedan
ayudarle a evitar ciertos obstáculos. Desgraciadamente, la realidad es otra: recurren a la ley del mínimo esfuerzo,
intentando encontrar respuestas para todo. El que desea
aprovecharse del esfuerzo del maestro para así no gastar sus energías nunca
llegará a ninguna parte, y acabará por sentirse decepcionado. Solo viven de la
búsqueda superficial, suposiciones, creencias y deslumbramientos
sobrenaturales. todo a nivel externo sin ver ni conocer su interior....
Quien estudie un poco la historia de
Buda, se dará cuenta de que, después de alcanzar la iluminación, se dedicó a
hacer que sus discípulos desarrollasen las cualidades necesarias para llegar a
la tan anhelada paz de espíritu.
Quien lea los
evangelios, reparará en que casi todas las enseñanzas de Jesús tienen lugar en
dos circunstancias: bien cuando viajaba, bien alrededor de una mesa.
Nada de templos.
Nada de lugares escogidos. Nada de prácticas sofisticadas y difíciles,
talleres, seminarios, dogmas, ritos: los apóstoles prestaban atención a lo que
decía cuando andaba y cuando comía, cosas que hacemos todos los días de
nuestras vidas. Precisamente porque las hacemos todos los días, no damos ningún
valor a las enseñanzas que están escondidas en nuestros quehaceres diarios.
Pensamos que las cosas sagradas son accesibles sólo para los gigantes de la fe
y la voluntad, y pensamos que aquello que hacen las personas es demasiado pobre
para ser aceptado con alegría por Dios.
En busca de
nuestros sueños e ideales, muchas veces colocamos en lugares inaccesibles todo
lo que está al alcance de la mano. Cuando descubrimos el error, en lugar de
alegrarnos por haber comprendido nuestros fallos, nos dejamos llevar por la
culpa de haber dado pasos errados, de haber malgastado nuestras fuerzas en una
búsqueda inútil, de haber disgustado a quien deseaba nuestra felicidad. Y es
entonces cuando corremos el peligro de acercarnos a los 'maestros' o 'gurues'
que nos ayudarán a recuperar el tiempo perdido.
Pero no es así:
aunque el tesoro esté enterrado en tu casa, sólo lo descubrirás cuando te hayas
alejado.
Si Pedro no
hubiese experimentado el dolor de la negación, no hubiera sido escogido jefe de
la Iglesia.
Si el hijo
pródigo no hubiese abandonado todo, jamás habría sido recibido con júbilo por
su padre.
Si Buda no
hubiese decidido vivir una vida de sacrificio durante muchos años, jamás
hubiera entendido el placer de la alegría.
Algunas cosas en
nuestras vidas tienen un sello que dice: «Sólo comprenderás mi valor cuando
me pierdas y me recuperes». De nada sirve querer acortar este camino.
Existe un viejo
dictado mágico que dice: cuando el discípulo está listo, aparece el
maestro. Pero muchos buscan perfección y juzgan a los
maestros, porque su ignorancia y ego no les permite ver mas allá de las
apariencias y de sus propios reflejos.
Pensando en
esto, muchas personas se pasan la vida entera preparándose para este encuentro.
Cuando se cruzan con el maestro, se entregan por completo, días, meses o años.
Pero terminan descubriendo que el maestro no es el ser perfecto que habían
imaginado, sino una persona igual a las demás, cuya única función es compartir
aquello que ha aprendido. Al verse frente a una persona normal, el discípulo se
siente herido. Siente desesperación y el deseo de abandonar la
búsqueda, cuando, en realidad, es así como debe ser, es esto lo que nos hace
libres para labrarnos nuestro propio camino.
Paulo Cohelo
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